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yin yan dorado
El heredero deTarkin

gamcurresperaHace rato que estoy despierto, deambulo por ahí, mordisqueo unas briznas de paja... Curro está adormecido en su cuadra, ¡es un tronco!,  no es inquieto como yo, me contó que bastante se ha movido antes; ahora está de reposo merecido, le ha tocado la lotería con éste nuevo hogar.  Según dice él, no sé apreciar lo que tengo.

Yo tengo la necesidad perpetua de hacer algo. Comer es una buena distracción, pero se acaba enseguida. Curro es un “tripudo“se puede pasar horas engullendo paja .A mí no me seduce, es sosa, a veces húmeda y con olor raro; a ratos la mordisqueo para matar el tiempo, por puro tedio.

Espero con impaciencia las primeras luces del alba. Me gusta ver amanecer. Me asomo por la verja del lado de la ducha y es como ver postales, cada día una diferente. En verano solo tengo que asomar la cabeza  de mi cuadra y aparece el espectáculo de luz y sonido. En invierno tengo que forzar un poco la vista por el lado del campo, pero es igual, su luz me vaticina que la hora de comer está cerca.

Miro al campo con impaciencia, como si fuera esa luz natural la que viniera a traerme la comida. Cabeceo, ¡tengo hambre!, ¡Tengo ganas de romper la rutina! ¡Tengo ganas de hacer algo nuevo y no ver pasar las horas solamente!

Ya vienen.  Oigo los ladridos, veo los cubos: el amarillo para mí, el rojo para Curro. ¡Qué bien, qué bien! Entro rápido en mi cuadra y me sitúo ansioso delante del pesebre. No es sólo por la comida, es el momento de las caricias, de oír sus voces, cariñosas,  a veces viene una y a veces las dos. Yo me hago el duro, no como el blando de Curro que se deshace al verlas, le sale un relincho tierno y gutural y los ojos le delatan.

Pobrecillo. Un día me contó su historia y se explica que esté tan agradecido. No es que yo no lo sea, pero como desde que soy joven las he tenido a ellas, veo de lo más natural este trato: hasta lo exijo. De todas formas, creo que hay  que guardar las distancias y la compostura, si no, se te suben encima.  A veces  la dejo, claro, en el sentido literal de la palabra, pero que no se pase.

Que buenas estaban hoy las manzanas, troceadas, su jugo remojaba  el insípido salvado y suavizaba  la avena. Ahora, la refrescante alfalfa: su olor me recuerda el verdor de los campos de mi infancia, ¡aquellos pastos! Mi madre y yo no levantábamos la cabeza del suelo, salvo para saber el origen de algún ruido inquietante; la miraba y cuando ella volvía a bajar la cabeza para comer, señal de que no existía peligro, yo también continuaba: oler, cortar,  saborear...

Me he quedado adormilado. La siesta matinal. A ver qué hace Curro... Mueve levemente la oreja indicándome que le deje tranquilo mientras duerme. Me quedaré contemplándole  y esperaré para poder juguetear  con él  y matar el tiempo hasta la cena.

Hoy me he enterado que los caballos tenemos el don de  desdoblarnos y hacer viajes astrales mientras nuestro cuerpo permanece, aparentemente, quieto. Tenemos una gran capacidad de ensoñación  y casi se podría hablar de clarividencia.

Curro me lo ha contado. Es más veterano en esto. Yo creía que era un “pasmado”, pero no, es que estaba “practicando”. Ahora entiendo todas esas siestas, cómo aguanta un día tras otro, este ir y venir por el patio sin otra cosa que hacer, sin hierba que mordisquear, sin mundo que ver y correr. No nos hace falta: todo está en nosotros. Tengo este don y no lo sabía, lo hacía inconscientemente en los ratos de modorra.

¡Que gran hallazgo! ¡Que experiencias vividas y por vivir! Las voy a sacar todas y relatarlas.

Curro me lo ha explicado todo. En esos ratos de duermevela,  asomado a su ventana y él en la acogedora penumbra de su cuadra, me ha enseñado como se hace.

Y pensar que creía que la vida era aburrida: dormir, comer, transformar materia, esperar... No era posible que solo fuera esto, tenía que haber algo más.

¡Hay tanto por pensar, por hacer, por vivir, y es tan bello realizarlo!

Curro me ha enseñado.

Salimos juntos por la cancela: los ojos de nuestra mente iban recorriendo las calles suavemente

¿Ves esa bolsa?, que tonto eres cuando, ensillado, das un respingo y te sorprendes, temeroso de lo que pueda ser, ¡no ves que no es nada!. Tienes que acostumbrarte a ver muchas cosas que el ser humano hace, ha hecho y hará, buenas y malas,   creadoras y destructoras, beneficiosas y perjudiciales.  Tú mismo las analizarás. El ser humano pierde a menudo la capacidad de análisis y hasta el sentido común.

Y ya estamos al otro lado del pueblo. ¿Has visto que fácil? Nadie nos ha molestado, ni criticado, ¡ni comido, tonto! Hasta nos ha saludado Perico,... y tu que creías que no le gustabas. Dale tiempo a conocerte, el piensa que eres tú el que no quiere saber de él. ¿Has visto que poco te ha costado saludarle? El próximo día que salgas solo, ¿me prometes que lo harás?

Mira que avecilla, se llama avefría. Nunca va sola, pero es ella misma la que se procura su comida y avisa a las demás  cuando se avecina el peligro.

Y ese es un milano. Que bonito es. Que vuelo tan perfectamente bello, preciso. Vuela solo, pero no por eso vuela  mal. No está solo y lo sabe, tiene a toda la Naturaleza alrededor, a ti y a mí incluidos.

¡Que tarde que se nos ha hecho! Tenemos que volver, es la hora de los revolcones. A ellas hay que hacerles creer que sólo dormimos, hay que  demostrarles que llevamos una vida “normal”.

Curro me lo ha contado. Yo lo estoy comprobando,  los recuerdos  lo confirman.

Además de este mundo nuestro de ensoñación, tenemos telepatía, mezcla de intuición y adivinación y, a veces, nos adelantamos a los acontecimientos.

Los caballos somos animales gregarios, vivimos en manada siguiendo a un líder, en busca de pastos abundantes para nuestro gran organismo vegetariano. No somos depredadores, carecemos de la agresividad de los carnívoros, no necesitamos atacar, matar y devorar. Podemos ser sus víctimas y para sobrevivir  hemos desarrollado la intuición, alertas para prever el peligro y huir. Ante lo nuevo, desconfiamos, tratamos de huir. Si se comprueba que no nos van a “comer”, cautamente nos aproximamos, nos entregamos.

Una vez dado este paso, cuando existe el convencimiento de que no existe  peligro, no te va a hacer daño, empieza el largo camino del conocimiento, ese dar y darse. Se pone en marcha, también, el sutil proceso de la telepatía, la percepción de sensaciones y pensamientos  no formulados, somos capaces de percibir más allá de los sentidos.

Yo había olvidado esta sabiduría ancestral. Curro me lo ha recordado. Al principio hacíamos prácticas con pequeñas cosas.  Los dos, cada uno en su cuadra, nos concentrábamos y  pensábamos: “...Ya!...” y emprendíamos el camino, cruzándonos en el porche, y nos intercambiábamos de cuadra. Después para beber, y así con mil pequeñas cosas.

Un día nos colocamos los dos al lado del muro del jardín, frente a la casa, como mirándolas a ellas fijamente a través de las paredes, hasta que ellas se dieron cuenta de la energía que enviábamos. ¡Funcionó!, Se quedaron atónitas  ahí, detrás de los cristales, mirándonos también. Lidia corrió a buscar la cámara; había sentido “algo”, no sabía  qué, quizás esa misteriosa señal inequívoca de que hay que fotografiar. Al poco rato ya las teníamos aquí con hojas de lechuga y refrescantes zanahorias.

¡Esto hay que ponerlo en marcha a menudo!

....Este Curro... Sabe más el diablo por viejo que por diablo.

Hay momentos muy valiosos, ...sin quitar mérito a la lechuga y las zanahorias. Esos momentos en los que Lidia está contenta, alegre y juguetona como una colegiala; quizá como no lo fue cuando era colegiala. Yo lo sé. Por eso me alegra tanto cuando la veo eufórica. Toda ella es energía y la canaliza en ese muy suyo “arte ecuestre”, esa comunicación sensual y extrasensorial que existe en esos momentos entre nosotros.

Sube con dificultad, debido a mi alta estatura  raza anglo-árabe y a su corta talla. Se transforma, nos transformamos, somos dos, somos uno solo, nos unimos en una simbiosis perfecta. Ella me conoce y yo la conozco. A veces se me adelanta ella a mis pensamientos o al unísono actuamos.

No es necesario que use fusta ni espuelas, a veces ni las ayudas de las piernas o el roce de las riendas. Sé cuando quiere que me pare, sé cuando quiere que galope, más despacio, más deprisa.

“...Mira, ¿has visto lo mismo que yo? Es nuestro milano...” “...¿Oyes las avefrías? Se avisan que venimos. Avisan que viene el invierno”...

Ahora viene una cuesta abajo, aminoro, cantoneo las ancas para equilibrarme, para equilibrarla. Empieza una recta, un camino blando, tentador, es el momento del galope...¡ahora!, como a ella le gusta. Estiro mi fino cuello, alargo y lanzo mis finas patas, empujo con mi fuerte pecho desde atrás, metiendo la grupa, elevo mi larga cola dándole ese aire característico que tiene mi lado árabe, y aplomo, equilibradas y seguras, mis patas traseras en cada tranco. Ella adhiere más sus piernas, como queriendo abrazarse a mi vientre, se levanta e inclina levemente hacia mí, acerca sus manos a mi cuello al tiempo que acorta las riendas para sentir más el contacto tenue con mi boca, aproximándonos más. Me susurra cerca del oído...”Vamos, muy bien, un poco más, un poco más rápido. Vamos Gamilillo, surca el viento...” Ahora una curva, me tumbo como si fuera una moto, como a ella le gusta; me equilibro de nuevo, acelero más. Ella ni se ha movido, en esa unión simbiótica conmigo. Se endereza, se fija en el asiento de la silla, apenas toca las riendas y emite un pequeño silbido, yo aflojo, reduzco, es la señal: desea que me pare. Acaricia mi cuello apenas sudado con su pequeña mano enguantada, pero igualmente siento su calor, ...”¡Bien, muy bien, perfecto!”...

Despacio, descansado, disfrutando,  volvemos a casa.

Yo sé lo que le gusta. Ella sabe lo que me gusta.

¡Guau, que gran paseo!.. Y yo que no quería salir.

Curro venía detrás. A él le gusta correr, claro, pero no tanto como a mí, Yo lo llevo en la sangre. Anglo como mi madre, que a los tres años corría en el hipódromo de La Pineda de Sevilla, una verdadera pura sangre inglesa. Y árabe como mi padre, un semental tordo del Ejército. Dos mezclas de sangre corredora. Me va la emoción y la competición.

Curro es más tranquilo, con más edad también. Él es español, rechoncho, comodón, de ancho cuello y de cortas pero seguras patas. Para pasear, para lucirse, con esa capa de pelo castaño oscuro, sin asomo de blanco alguno, que a veces según le da el sol tiene un tono rojizo cautivador, el que sedujo a Lidia nada más verle y eso que sólo le vio por detrás, cuando apenas giraba por el sendero.

Se lo toma con tranquilidad, no se “pica”, al contrario que yo. Beatriz también se lo toma con tranquilidad, le gusta pasear, correr un poco, pero con calma, no tiene esa necesidad imperiosa  de superar dificultades y riesgos que tenemos  Lidia y yo. A Beatriz le gusta el contacto con Curro, que se entrega a con mansedumbre, con calma, íntimamente. Se estuvieron buscando durante mucho tiempo. Ella  buscaba el caballo ideal. Él encontró por fin, sosiego y bienestar, cariño y dedicación. Hacen una buena pareja.

Pasados estos ratos de “quitar el cuerpo de penas”, caminamos juntos, a la par, al unísono los cuatros, disfrutando de la naturaleza, puesta en bandeja a nuestro alcance para que podamos gozar, aprender, cuidar de ella. Paladeamos estos momentos, haciendo que nos penetre hasta el fondo, para que desde allí nos vaya goteando poco a poco en los ratos en que nos hace falta combustible vital  para seguir tirando: a ellas en los avatares de la vida, a nosotros en nuestros ratos de tedio, de necesaria ensoñación.

El día está lluvioso, el patio,  intransitable y, además, no me gusta  ensuciarme con el barro, Curro está dolorido, en días como éste le aquejan viejas sus viejas  lesiones en las patas. Está de mal humor y sólo quiere reposar pensando en sus dolores. Me ha dicho que vaya yo solo a poner  en práctica nuestro “truco”: piensa que ya estoy preparado.

He dado un pequeño paseo por la casa. Desde mi cuadra tengo la mejor vista de la fachada, con la piscina, los porches tan floreados y tupidos de verdor, como un estallido de exuberante alegría, los grandes ventanales de los salones, con sus diferentes niveles y ambientes, la cocina, la entrada (desde aquí veo quien entra en la casa), la habitación de arriba, desde donde Lidia me contempla casi desde la cama. Pero no deja de ser una vista parcial. Cuando me dejan pasar a comer la hierba un poco crecida del jardín no me asusto, ni siquiera de la piscina (preocupación  de Beatriz) ya que todo lo tengo muy estudiado,  aunque siempre desde el mismo ángulo. Por eso, cuando por fin he penetrado en su interior y he podido observar cosas que no se ven hasta entonces, me ha embargado una gran alegría, sorpresa, admiración. Todas  estas sensaciones tienen su explicación. A cada paso descubría una novedad, incluso la novedad de verlo desde otro punto de vista, más próximo, más íntimo, más real. Observar los detalles me dio muchas explicaciones sobre el pasado y el futuro. Cuántos libros por leer, cuánta música por oír, cuántas ideas por realizar. He podido ver de cerca sus afanes, sus   ilusiones y sus preocupaciones; se puede  comprender mejor su forma de vida, su lucha; se puede intentar comprender mejor sus sentimientos, aunque sean los suyos.

He vuelto corriendo para contárselo a Curro. Estaba tan eufórico que se me atropellaban las palabras. Me embargaba una sensación que hasta ahora no  había sabido sacar de mi interior. Yo no paraba de insistir que valía la pena por partida doble: primero, por haberlo conseguido y segundo, por lo que había visto y sentido.

Curro me sorprendió cuando me dijo que por partida triple:

“Las dos primeras razones son acertadas, - comentó - ves como lo has conseguido, y tu solito. La tercera es, y tu ya lo sabes si te paras un poco a profundizar: la casa es como una metáfora, que al igual que las personas, se deja conocer  parcialmente: una cara hoy, a veces maquillada, otras no, oculta y enseña según la mires. Pero cuando te invitan a su casa, te enseñan su interior, te cuenta cosas íntimas y  por tus propios ojos puedes comprobar lo que en otras circunstancias  es imposible ver, detalles que las palabras no pueden explicar y sólo tu percepción personal, puede descodificar.

Luego, juntos, comentamos alegremente los detalles. Él ya ha entrado en varias ocasiones. Beatriz pasa muchas horas en casa, trabajando. Él la observa, complacido, agradecido  por el bienestar que en estos últimos años le ha proporcionado.  Aunque hay que darle las gracias a Lidia, fue ella la que le descubrió e insistió  a Beatriz hasta persuadirla para que se lo llevase a casa, con aquel convencimiento plácido y tenaz, para que lo montase con toda confianza.

Tengo que volver en más ocasiones. Curro me ha comentado, con un poco de celos en la voz, la cantidad de fotos que tienen mías, grandes, pequeñas, diapositivas, en color, en blanco y negro, de frente, de lado, desde arriba, desde abajo, desde los 3 años y medio  hasta los 11, con silla, sin silla, corriendo, durmiendo. Vamos, toda una estrella. Se que me quieren y eso, cuando lo constatas, te enorgullece, te engrandece y sientes como si tuvieras unas fuerzas ilimitadas, para tirar de carros y carretas.

Hoy debe de ser fiesta, Lidia está limpiando nuestro patio-corralillo, después de haber hecho a fondo la limpieza de nuestras cuadras, mientras nosotros comíamos. De vez en cuando se enfadaba para que levantara las patas y no arrastrara la paja nueva. Además están los perros con ella, le gusta que la acompañen.

La contemplo allí, toda afanada recogiendo las “bolitas” (como dice Magalie), y siento una ternura, un poco influida por la experiencia de mi visita a la casa.  Voy despacio hacia ella, me coloco detrás, la olisqueo, apoyo suavemente mi morro en su espalda, al principio disimulando como si me rascara la sotabarba,. Ella aminora su tarea, también disimulando, después con un tono de voz tierno dice... “Gamil...”,  contorsiona el brazo para hacerme una mimosa caricia, sin girarse, ya que sabe que adustamente me iría. Sucumbe y lentamente se gira sin dejar de acariciarme y acerca sus labios a mis bigotes, juguetea, olisquea la comisura de los míos  y me comenta como siempre...”Hueles a chorizo”. Los mueve de forma que produce cosquillas, hasta  que despierta en mí las ganas de hacer lo mismo y, claro, no es lo mismo, son unos movimientos más amplios y un poco bastos. Termino con una lengüetada y me voy dejándola con una risa alegre y diciendo...”Gamil, Gamil...”

Tengo que estar alerta, porque si hoy es fiesta toca salir. No es que no me guste, una vez puesto está muy bien, pero de entrada no me apetece, me dejo arrastrar por la pereza, mordisqueando, adormecido y ahora, “viajando”. Además forma parte de ese juego de hacerse el duro, el varonil, no subyugado a las órdenes de las mujeres.

¡Uy, Uy, que viene! Distingo que lleva puesto los pantalones de montar y el chaleco.  No trae la silla porque forma parte del ritual de despiste. Entra en el recinto sin mirarme, yo ya he dado unos pasos alejándome de su trayectoria, ella camina impasible, como si hubiera venido a hacer otra cosa. Se mete la mano en el bolsillo y saca algo que oculta. No sé, no lleva la cabezada en la mano, puede que sea cierto y quizá no salimos hoy. Está mordisqueando algo. Otra vez la mano al bolsillo. Será mejor que vaya a ver que es lo que hay.

¡Zas!. Me enganchó.  Con su mano firme en la testuz y la otra por encima de la nuca, suavemente me coloca “el tanga”, una brida inventada por ella.

¡Que tonto!, si nunca me pone la cabezada, por eso no la veía. Pero bueno, la dejo, no me opongo: a fuerza bruta le ganaría, pero dejo que crea que ella es más fuerte o más lista.

Con paso cansino me dirijo conducido por su mano firme, hasta la anilla del lado de la ducha. Mientras ella va por los arreos escondidos en la casa, yo contemplo el campo, y en su extremo observo  corretear a un perro ¡Cómo lo vea Ranco...! Pero antes de acabar de pensarlo ya oigo sus fuertes y penetrantes ladridos de macho,  posesivo dominante. ¡ Qué pesado es!  Esto es sólo un preludio, porque hasta que nos marchemos no parará de ladrar,  protestando porque  no viene y por no ser el centro de sus atenciones.

Un día me sacó de quicio, lo reconozco, pero siempre está trotando alrededor de mis patas, ladra, amenaza con sus fauces temibles, queriendo demostrar que él manda. No me deja moverme. Por él siempre estaría en la cuadra, como una estatua  de piedra. A veces tengo ganas de estirar las patas, corretear y brincar por mi patio y sale disparado, furioso, a poner orden Ese fatídico día brincaba, un poco asustado por los disparos de los cazadores y él, como una fiera, vino hacia mí Instintivamente, alcé mi pata izquierda y con una certera coz le atiné en plena cabeza. Se quedó  tumbado en el suelo,  inerte. Yo me paré en el acto, arrepentido. Busqué la protección de mi cuadra y hacia ella me dirigí lentamente. Ranco yacía inmóvil en el suelo. Pensé que lo había matado y me sentí  paralizado por el miedo y la pena. Lidia fue testigo de toda la escena sin poder intervenir. Todo sucedió muy rápido. Corrió a cerrarme la puerta para evitar que volviera a salir; debía de pensar que iría a rematarle o algo así, cuando yo estaba  desgarrado de dolor. Antes de conseguir  cerrar la puerta, percibimos  una sombra y al girarnos  vimos a Ranco, se había arrastrado hasta nosotros en busca de la protección de su ama. Yo bajé la cabeza hacia él; me hubiera gustado abrazarle y pedirle perdón. Pero me quedé a medio camino, ella se interpuso, me rechazó empujándome para alejarme de él.

Creo que, de todas formas, me hubiera quedado bloqueado, como siempre, sin poder exteriorizar mis sentimientos.

Ranco tenía la cabeza hinchada y un hilo de sangre le salía de la nariz y del hocico. Pero estaba vivo. Yo no paraba de decir que no lo quería hacer, que no lo haría nunca más y lo arrepentido que me sentía. Pero nadie me escuchaba.

Las oía a ellas: decían que era grave. Tenía roto el cráneo y parte del tabique nasal, respiraba con dificultad, tenía una gran inflamación facial y sobre todo en la zona ocular, casi no podía abrir el ojo. No sabían si se pondría bien.

Pasaron los días. Yo oteaba en busca de su negra y peluda figura. No lo oía. Ahora echaba en falta melancólicamente sus molestos ladridos.

Y un día empezó a comer, otro, salió a pasear lentamente, aunque todavía no podía oler a los gatos. Mejoró rápidamente.

Ha pasado el tiempo desde entonces; a mi no se me ha olvidado, pero parece ser que a él si. Sigue igual de pesado y haciendo exactamente lo mismo que antes. A veces levanto la pata trasera, amenazante, para recordarle aquel día y lo doloroso que puede llegar a ser. Pues nada, no ha aprendido. Y eso que él no sabe que me prometí no volver a hacerlo.

Recuerdo la expresión de la cara de ella ante la imagen de Ranco inerte. Tiene que aceptar que podemos morir, que a todos nosotros nos llegará la hora, de una manera o de otra, tarde o temprano, todos moriremos.

 

 

 

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