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Capitulo III

        ¡Que tarde que es! Ya es de noche. Si llega a bajar Paula al despacho y me pilla  a estas horas y con la luz apagada,  hubiera pensado que me ha pasado algo o que estoy ya lelo.

         Iré a la farmacia a buscarle las medicinas que me ha pedido y así podré fumar un cigarrito sin que se entere. Últimamente creo que los que me fumo en el huerto  los detecta por el olor en las ropas o quizá es que lo intuye. No entenderá nunca esta necesidad  de fumar, superior a mi voluntad. Ya sé que no me conviene, que es por mi bien, que no debería hacerlo, pero es de los pocos placeres que siento ya. ¡Uhm!, esa sensación cálida que me recorre internamente con cada inhalación, esa sensación de descarga en cada exhalación.

        Paula nunca lo ha entendido porque nunca lo ha experimentado. Nunca  ha sentido o nunca se ha permitido placeres nimios, placeres sencillos, ni tampoco los naturales y primitivos.

 

cisnes         La época de mi estancia en casa de Doña Rita fue placentera e intensa.

Superado lentamente ese primer choque  con la otra cara de la vida, de la ciudad, tuve fuerzas para entregarme con ahínco a los estudios. Sabía perfectamente lo que no quería y lo que tenía que hacer: ¡Tenía que cambiar el mundo, eso es! Tarea en la que creí y que me propuse con tesón y afán, presto a realizar.

        Y, además, tenía tanto que aprender y conocer, que se produjo en mi la sensación de que estuviera constantemente alerta y abierto a todo lo que se me presentaba.

        Conocí a Vicente. Nos hicimos amigos enseguida. Desde el primer día de clase, desde el primer momento que nos vimos, sentimos una atracción especial, una inquietud común: confraternizamos al instante. Tenía una mirada cálida, sincera, y una sonrisa abierta, acogedora que animaba y provocaba  la sonrisa. Era inquieto: siempre tenía algo que hacer o que decir. Nos conocimos el primer día de clase, cuando Don Mateo, el severo y hueso catedrático de Derecho Civil, nos acribilló a todos con  desmoralizadoras palabras  técnicas, pulverizando a unos tímidos y atemorizados alumnos de primero, sin saber donde estábamos y donde nos habíamos metido, desanimándonos. Nos preguntábamos si seríamos capaces de comprenderle  y de continuar. El, Vicente, fue el único capaz de atreverse, osadamente desde mi punto de vista, a hacerle preguntas, llegar a cuestionar a tan erudito personaje, poder llegar incluso a responder desde nuestro profano saber, incipiente caminar por este mundo de letras, a su añejo conocimiento. Don Mateo estaba tan perplejo como nosotros. Hubo durante unos veinte minutos un sostenido duelo, mano a mano, que ganó como era de esperar por uno a cero Don Mateo, pero saliendo Vicente victorioso e indemne a pesar de su derrota, y sobre todo como un héroe digno de admirar por mí. Desde ese momento fuimos inseparables. Nos colocábamos juntos en todas las clases y  en los exámenes, siempre listo para  darme una ayudita cuando la ocasión era propicia.

          Vicente era el menor de cinco hermanos. Me confesó que iba para cura, al menos ésa era la primera intención y el deseo de sus padres, puesto que los otros cuatro hermanos estaban colocados y solo les faltaba un ilustre sacerdote en la familia. Tenía sólidas y firmes creencias, pero tenia, además, otras inquietudes, y, sobre todo, le gustaban las chicas, más que por ellas en si, porque tenía claro  el deseo de formar una familia y  tener hijos, con unas ideas muy diferentes de las de sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos. Todo lo basaba en la familia como principio constituyente, base de la sociedad  y del hombre como ser humano, base para  la formación,  la unión, el apoyo intrínseco, intimo, esencial, única forma de entender el futuro de las personas y de la sociedad.

        Sus convicciones y su forma de hablar me llegaban muy hondo, como todo lo que hacía y decía, me marcaron durante toda mi vida.

         Joaquín era totalmente opuesto, pero era otro miembro del grupo muy importante también para mí. Él, aunque era el juerguista, a diferencia de Vicente, tenía  cambios de humor y  altibajos frecuentes. Era el primero en montar fiestas y su alegría era embriagadoramente contagiosa, arrastrándote con él: pero fuera de las juergas era depresivo, pesimista y nada constructivo. Sin ánimo y sin miras de futuro.

        En nuestras mesas redondas  para arreglar el mundo, Joaquín era de ideas drásticas, más izquierdistas, en contra del orden y apoyando casi casi el caos jerárquico y de clases. “El rojillo” le llamábamos, por sus ideas bolcheviques.
Las discusiones con Vicente y conmigo eran a muerte, pero nunca llegaba el agua al río y acabábamos tomando unos chatos en el bar de Elalio hasta bien entrada la noche, intentando meter mano o lo que se pudiera, a las parroquianas del lugar, haciendo fruncir el entrecejo de Vicente, con las consabidas reprimendas de Doña Rita al día siguiente, no sólo  por el olor a vino y a humo que desde la cama decía que notaba, sino porque temía  que con estas salidas descarriara mis estudios, por los que con tanto afán velaba ella. Cualquiera diría  que la carrera iba a ser más suya que mía.

         Y que razón tenía. ¡Le debo tanto!

 

 

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