Capitulo III |
¡Que tarde que es! Ya es de noche. Si llega a bajar Paula al despacho y me pilla a estas horas y con la luz apagada, hubiera pensado que me ha pasado algo o que estoy ya lelo. Paula nunca lo ha entendido porque nunca lo ha experimentado. Nunca ha sentido o nunca se ha permitido placeres nimios, placeres sencillos, ni tampoco los naturales y primitivos.
Superado lentamente ese primer choque con la otra cara de la vida, de la ciudad, tuve fuerzas para entregarme con ahínco a los estudios. Sabía perfectamente lo que no quería y lo que tenía que hacer: ¡Tenía que cambiar el mundo, eso es! Tarea en la que creí y que me propuse con tesón y afán, presto a realizar. Y, además, tenía tanto que aprender y conocer, que se produjo en mi la sensación de que estuviera constantemente alerta y abierto a todo lo que se me presentaba. Conocí a Vicente. Nos hicimos amigos enseguida. Desde el primer día de clase, desde el primer momento que nos vimos, sentimos una atracción especial, una inquietud común: confraternizamos al instante. Tenía una mirada cálida, sincera, y una sonrisa abierta, acogedora que animaba y provocaba la sonrisa. Era inquieto: siempre tenía algo que hacer o que decir. Nos conocimos el primer día de clase, cuando Don Mateo, el severo y hueso catedrático de Derecho Civil, nos acribilló a todos con desmoralizadoras palabras técnicas, pulverizando a unos tímidos y atemorizados alumnos de primero, sin saber donde estábamos y donde nos habíamos metido, desanimándonos. Nos preguntábamos si seríamos capaces de comprenderle y de continuar. El, Vicente, fue el único capaz de atreverse, osadamente desde mi punto de vista, a hacerle preguntas, llegar a cuestionar a tan erudito personaje, poder llegar incluso a responder desde nuestro profano saber, incipiente caminar por este mundo de letras, a su añejo conocimiento. Don Mateo estaba tan perplejo como nosotros. Hubo durante unos veinte minutos un sostenido duelo, mano a mano, que ganó como era de esperar por uno a cero Don Mateo, pero saliendo Vicente victorioso e indemne a pesar de su derrota, y sobre todo como un héroe digno de admirar por mí. Desde ese momento fuimos inseparables. Nos colocábamos juntos en todas las clases y en los exámenes, siempre listo para darme una ayudita cuando la ocasión era propicia. Sus convicciones y su forma de hablar me llegaban muy hondo, como todo lo que hacía y decía, me marcaron durante toda mi vida. En nuestras mesas redondas para arreglar el mundo, Joaquín era de ideas drásticas, más izquierdistas, en contra del orden y apoyando casi casi el caos jerárquico y de clases. “El rojillo” le llamábamos, por sus ideas bolcheviques.
Si desea continuar la lectura de este libro escríbanos y se lo enviaremos completo. |