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yin yan dorado
Capitulo II

       Me vienen a la memoria aquellos otros tiempos, aquellos tiempos mozos. Aquella otra época, cuando la conocí, cuando la vi por primera vez, tan radiante, fina, esbelta, con un traje elegante que llevaba con porte majestuoso, dominando la situación, como siempre, con ese aire de control y seguridad. Me cautivó desde el primer momento.

        No tenía nada que ver con lo que había conocido hasta ese momento. Estaba a mi altura, por lo menos. Y mucho más.   

       En los años de estudiante en la Universidad de Valencia no tenía compañeras de estudios, y todas las faldas que había tratado en aquella época eran las que íbamos a buscar por las calles y en los bares de nuestras correrías estudiantiles.

        Yo venía de un pequeño pueblo. Fui el único que salió para seguir estudios en la capital. Mi casa era la casa de labriegos más grande de la comarca, tierras que mi padre ya había heredado de sus abuelos y que mi hermano seguiría labrando.

       Yo era un muchacho alegre, abierto, de fácil palabra, inquieto, con ansias de conocer mundo. El pueblo se me quedaba pequeño, en dos patadas estaba todo visto. Y mis miras iban mucho más allá de la recogida de las manzanas, del maíz, del arroz, del trigo y de la crianza de los animales.

       Mi madre era una mujer consagrada a la hacienda, al control de la casa, a dirigir el trabajo de los sirvientes, entregada y sometida a su marido. Apenas tenía tiempo para mi hermano y para mí, aunque él no creo que se diera cuenta de ello, lo encontraba normal y aprendía así lo que tendría que hacer cuando fuera mayor, el amo, y lo que tendría que hacer su mujer cuando tuviera que llevar el negocio.

       Mi padre era un hombre severo, estricto. Al igual que a mi madre no le habían educado en el amor a los hijos, en el diálogo; sólo les habían enseñado la dedicación al trabajo, al deber, al mantenimiento y prosperidad de la propiedad, al control de la posición que tenían, a la sumisión y al acatamiento  disciplinado de las normas  establecidas.cisnes1

       Mi padre me enseñó a cazar. No es que tuviera mucho interés, pero esto me servía  para alejarme del pueblo y reunirnos con otras partidas de los pueblos de alrededor, cuando hacíamos  batidas de jabalí. Había algunos aldeanos, pero también podía escuchar a grandes hombres, importantes eruditos, desde mi punto de vista. Don Manuel, el alcalde perpetuo de Castillo Viejo. Don Víctor, el propietario de media comarca al otro lado de la Ribera Alta, que  tenía casi la misma extensión de tierras que mi padre. A él si que me gustaba oírle contar esas historias de sus años jóvenes, cuando había ido a luchar y defender las tierras de su abuelo, allá en las colonias. Me embobaba oyendo una y otra vez esas batallas, sin llegar a plantearme si eran exageradas o ciertas. Me hacía soñar con otras tierras, con otros mundos, con otras conquistas, con otras gentes, con otra ideología, renovadora e innovadora. A veces me hacía volver a la realidad un fuerte golpe recibido en el costado, ya que en mis ensoñaciones había dejado escapar la pieza.

       -”En que piensas Adrián. Espabila. Acaba de pasar por tu lado y ni te has enterado. La próxima vez te quedarás en casa, con las chicas, para que aprendas.”· -

       Las chicas de casa. ¡Eso si que no! Eran unas pasmadas. No sabían hablar de nada, no tenían inquietudes, ni miras, ni siquiera coqueteaban, y no es porque yo fuera el señoriíto, el hijo del amo, porque ni de eso tenían consideración, ni siquiera me dejaban acercarme a sus faldas, aunque tampoco tenía mucho interés. No soportaba esa falsa timidez, ese poco cuidado de sus personas, esa dejadez en el vestir o en el saber estar. O quizá era la miseria que había detrás de esos espíritus lo que más rechazaba.

        No. Tenía que estar a la altura de los míos para no quedarme entre ellos. No lo tuve difícil años después para convencer a mi padre y poder irme a estudiar  fuera. Mi hermano hacía un par de años que había dejado  la escuela y se dedicaba a las tareas del campo. Yo bien podía ser un hombre de leyes y así podría ayudar de otra manera, y sobre todo, no estorbándolos.

        ¡Que gran día cuando me llevaron a coger el tren por primera vez! Camino de hierro, fuerte y seguro hacia el nuevo y esperanzador destino, hacia un nuevo y amplio horizonte.

       No quité en ningún momento los ojos de la ventanilla, a pesar de que se me habían ennegrecido e iba llenándome poco a poco de carbonilla. Era todo tan sorprendente  para mí, empezaba a darme cuenta que las tierras no eran todas fértiles y hermosas como las nuestras, de que las gentes, a pesar de que yo me quejaba de los míos, no eran tan agraciados como los de casa. Vi miseria, vi podredumbre, y vi la otra cara de los pueblos, la otra cara de la ciudad. Si, más grande, con  más gente, más ricos,  pero también con más pobreza, más tristezas, más miseria.

       ¿En que pensaban los que mandaban? ¿Por qué alguien no hacia algo por cambiar todo esto? ¿Por qué no hacían que el entorno fuera agradable, bello, fértil? ¿Por qué no evitaban  que la gente  pasara  necesidades? ¿Por qué no hacían que la gente estuviera contenta, que buscara al menos la felicidad? ¿Por qué no hacia alguien algo para que la gente fuera más agraciada, más bella?

       Todas estas cuestiones y más me golpeaban las sienes sin cesar y permanecían  en el aire.

        Fue a recibirme a la estación Doña Rita, una mujer bonachona, regordeta, que intentó por todos los medios ponerme a tono con ella durante todo el tiempo que estuve en su casa. Obsesionada por mi delgadez, se empeñó a toda costa  en hacerme engordar, cosa que no consiguió, y gracias, sobre todo, a las gallinas del patio de la casa de al lado, que se beneficiaron con los cargamentos que astutamente y como podía, iba guardando de cada comida.

       Era una pariente lejana de mi madre y, además, como más tarde supe, le debía algún que otro favor a mi padre. Me acogió y protegió desde el primer momento en su regazo y no me soltó hasta que tuve mi título con orla de abogado años más tarde.

       ¡Ay Doña Rita! ¡Que tiempos aquellos!

 

 

Capitulo III